El Salvador

Por el precepto de la Epifanía del Señor hemos ido a misa a la parroquia de El Salvador en el Rabal, en Cocentaina. Solíamos ir a esa iglesia todos los domingos cuando era jovencito y pasábamos los fines de semana en Alcoy y Cocentaina con los abuelos. Hacía muchísimo tiempo que no volvía por allí y ayer, antes y durante la misa, estaba sentado y miraba las pinturas, las figuras y la decoración de muros y techos. Recordé muchos de aquellos elementos: el medio relieve de Dios, vestido de juez, con cetro y esfera del mundo, del altar mayor; la corona en el arco que da paso al altar, en la que se representan el Espíritu Santo curiosamente en el centro, a la derecha la efigie de Jesucristo y, a sus lados, a 11 de los apóstoles; o los retratos que flanquean dicho arco, en los que se representa la Anunciación de la Virgen. Era como si siempre hubiesen estado allí.

Mientras pensaba en esto me vino a la cabeza la siguiente reflexión. A menudo apreciamos los lugares creados por el hombre en la antigüedad solo por su longevidad. Nos decimos a nosotros mismos: ¡cuánto debió costar construir esto en aquella época!, ¡cuántos detalles tiene, que laborioso debió ser hacer todo esto! y ¡fíjate si se construía bien entonces, que todavía sigue en pie! Todo ello con cierta condescendencia, como si los métodos modernos de construcción nos facilitasen construir edificios similares, a pesar de que actualmente parece que los edificios, ni están tan decorados, ni tienen la misma calidad. Sin embargo, me di cuenta de que para mí hay algo que tiene más valor: la cantidad de gente que ha sido usuaria de ese edificio, pese a lo humilde de su condición. Lo que unos no tan pocos construyeron hace 5 siglos lo han disfrutado, quizá, cientos de miles, de múltiples generaciones. Probablemente los artífices de esta obra nunca fueron conscientes de su importancia. Ojalá nosotros fuésemos capaces de producir semejante impacto en las generaciones venideras.